Queridos hermanos y hermanas:
Este año celebramos la Jornada Mundial de las
Misiones mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para
fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que
anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva, quisiera proponer algunas
reflexiones.
1. La fe es un don precioso de Dios,
que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere
relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y hacer que
la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más bella. Dios
nos ama. Pero la fe necesita ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta
personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de vivir su amor,
agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se reserva sólo a
unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo el mundo debería
poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación.
Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser
compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos
en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte
del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que anima toda la
vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara de la madurez de
una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa
la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la
Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla
también a las “periferia”, especialmente a aquellas que aún no han tenido la
oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y
comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de
difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que
encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del
Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una
conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión
entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de
territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos
independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no sólo atraviesan
lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El
Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la
tarea de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de
todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades,
sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible,
a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes»
(Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el
mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un
aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar
con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y
convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los
sacerdotes, a los consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo
responsable en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los
programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso
apostólico no está completo si no contiene el propósito de “dar testimonio de
Cristo ante las naciones”, ante todos los pueblos. La misionariedad no es sólo
una dimensión programática en la vida cristiana, sino también una dimensión
paradigmática que afecta a todos los aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la obra de evangelización
encuentra obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A
veces el fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el
mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son
débiles; en ocasiones, todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es
violentar la libertad. A este respecto, Pablo VI usa palabras iluminadoras:
«Sería... un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos.
Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por
Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres
que luego pueda hacer... es un homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre
debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con
Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros
para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo
a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que
lo que se destaca y se propone es la violencia, la mentira, el error. Es
urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio
con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia.
Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental
de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia.
Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre
eclesial. Pablo VI escribía que «cuando el más humilde predicador, catequista o
Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña
comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un
acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye o por inspiración
personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (ibíd., 60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y
evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado
por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la movilidad
generalizada y la facilidad de comunicación a través de los nuevos medios de
comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el conocimiento, las
experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se trasladan de un
continente a otro; los intercambios profesionales y culturales, así como el
turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de personas. A
veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales, conocer de forma
segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de forma permanente
en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones
tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe,
indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por
tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan
de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una “nueva evangelización”. A esto
se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha
llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una época de crisis
que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la economía, las finanzas, la
seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del sentido profundo
de la vida y los valores fundamentales que la animan. La convivencia humana
está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para
encontrar el camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja,
donde el horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes
amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las
realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza,
reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia,
de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las
tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de
nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el
encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro
testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza
misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina
el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito una vez más– no es
una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad
de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven
la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia
de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado.
Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
5. Quisiera animar a todos a ser
portadores de la buena noticia de Cristo, y estoy agradecido especialmente a
los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y
religiosas y a los fieles laicos –cada vez más numerosos– que, acogiendo la
llamada del Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y
culturas diferentes de las suyas. Pero también me gustaría subrayar que las
mismas iglesias jóvenes están trabajando generosamente en el envío de
misioneros a las iglesias que se encuentran en dificultad –no es raro que se
trate de Iglesias de antigua cristiandad– llevando la frescura y el entusiasmo
con que estas viven la fe que renueva la vida y da esperanza. Vivir en este
aliento universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced
discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una riqueza
para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar
misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad
a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser
generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas,
las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de
futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las iglesias que necesitan
sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para fortalecer la comunidad
cristiana.Y esta atención debe estar también presente entre las iglesias que
forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una Región: es importante
que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que
sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a los misioneros y a las
misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias
a las que son destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias
de las que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer
viaje misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo
había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hch 14,27). Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de
“restitución” de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo
que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría
de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el camino de
seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias,
que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una
actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que
tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada
bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación
misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la
sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la
difusión del Evangelio en el mundo.
Por último, me refiero a los cristianos
que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar
abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son
nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes –aún más numerosos que los
mártires de los primeros siglos– que soportan con perseverancia apostólica las
diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida por
permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurarles que me siento
cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que
sufren violencia e intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de
Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la
Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación
con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y
la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de
las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a
todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para
que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra,
y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y
confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
Vaticano, 19 de mayo
de 2013, Solemnidad de Pentecostés
FRANCISCO
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